Cada vez que voy a las librerías a ver qué encuentro para leer, me descubro en un acto -casi- automático pero inevitable. Entro a la librería y comienza el ritual.
Primera, arrogante, está siempre la mesa de novedades como puerto de entrada al resto, paso después a la de autores latinoamericanos, me quedo otro rato en la de escritores argentinos donde busco alguna jóven promesa acodada junto a los más tradicionales del gremio, salteo la de política -por ahora, paso-, mientras salteo también la de autoayuda con el rabillo del ojo trato de ver si me estoy perdiendo algo por hacerme el superado, vuelo rasante sin mucha profundidad en las pilas de best sellers, en fin: empiezo a verlos acomodados en sus mesas y a estudiarlos desde lejos.
Algunos me llaman la atención desde su título, otros por encontrarme con algún autor conocido o entrañable para mí, otros desde el diseño de la portada. Pero luego invariablemente, aparece ese acto reflejo: doy vuelta el libro velozmente, casi con un giro en el aire, y me zambullo en la contratapa.
Y que tiene de interesante la contratapa? Es un resumen caprichoso, aleatorio, "comercial", que quizás hasta el mismísimo autor desconozca. Algunas simples breves líneas que me tratan de vender la historia, de contarme algo que me seduzca (a veces se les va la mano y me cuentan en apretada síntesis casi todo el libro...), tratará por todos los medios de hacer que sea ESE y no otro, mi próximo compañero de mesa de luz.
Quizás una buena novela quede descartada en la selección por "culpa" de su contratapa.
Esa contratapa me propone un contrato, breve, efímero pero intenso a la vez: si en el momento en que recorrí esas líneas logró convencerme, vuelvo a girar el libro velozmente y alguien empezará a contarme una nueva historia.
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